Lo que menos me gusta de las comidas de empresa es que la gente no puede dejar de fumar. Después de un cigarro viene el otro y después el otro no habiendo entre ellos más de cinco o seis minutos. Desde el jefe hasta el empleaducho de morondanga, el que se come todos los sapos, ése, ese tampoco puede dejar de fumar. Desde el momento en que nos sentamos en la mesa donde compartiremos los platos a manera de banquete hasta el momento de irnos, uno detrás de otro, chiche poroto. La gente no puede dejar de fumar para ser. No pueden separar el cigarro del chiste, de la palabra oportuna, del comentario inteligente. No pueden, sencillamente. Y con el correr de las horas el habitáculo que nos contiene (somos un grupo grande) se ha convertido rápidamente en una mancha difusa, en una grandiosa nube entre gris y tóxica. Siento por momentos que átomos nefastos hacen una entrada violenta en los poros de mi piel pero sigo la charla, la risa, la empatía general de la comida de empresa. Paso más tiempo con ellos que con mis seres queridos me digo, y un suspiro, oscilante entre la resignación y la nada hace entrar una buena bocanada de humo. Y si, el discriminado es el que no fuma.
1 comentarios:
yo fumaría alocado!
besos querida, un gran año! avisá cuando andes por la pmp...
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