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20.4.11

Testimonio de un inmigrante croata de entreguerras

La segunda vez que partió hacia América fue a fines de la década del 20, lo hizo solo otra vez y ya muy decidido a instalarse en el campo que iba a arrendar a la firma Yakas, Kokich, Ivancich; dueños de El Loro Blanco, zona que estaba poblada en su mayoría por chacareros croatas, Duzevic, Uljich, Barbich, Buncuga y ahora con él llegaban los Posincovich.

Su hermana, que había llegado años atrás, vivía en el campo vecino el de los Ducevich; donde él trabajó unos años en su primera estadía en Argentina, allá por 1920 o 21, indeciso, desorientado, nervioso casi siempre. Es que la guerra lo había marcado muy fuerte y por eso volvió nuevamente a su isla de Hvar decidido a arreglar sus cosas y volver para instalarse en el campo arrendado a esos paisanos, en el que trabajaría con mucho esfuerzo y con pocas herramientas. Con el fruto de ese trabajo y la ayuda de la familia de su hermana y vecina mandó a buscar a su mujer y a su hija de 12 años a la que casi no conocía ya que la dejó cuando era apenas una niña… y esta tierra generosa cobijó a esas dos gringas que nada sabían del castellano y que no habían querido venir, que cada noche lloraban añorando las piedras, los pinos, el mar de su pequeño pueblo, las amigas, los abuelos y el hermano y el hijo que quedó allá cuidando del campito de lavandas de olivos y de parras.
Pero a él no le importaba demasiado eso, ya se acostumbrarán…, decía mientras lo acompañaban pesares de la guerra, de esa guerra a la que lo mandaron junto a su hermano, nada más que iban en distintos batallones, a luchar y matar por el Imperio Austrohúngaro, allá por 1914. Contaba desde el primer día que llegó; joven aun, menudo, flaco, con el miedo asomando en sus ojos, en sus manos nerviosas, en todos sus poros; que él no iba a pasar otra guerra porque la guerra que le tocó pasar fue vida de perros o peor que de perros decía.

Entonces siempre contaba que la lucha que le tocó era en tierra, cuerpo a cuerpo, pero él, decía, siempre tiraba al aire, nunca mató a nadie. El no quiso ir a la guerra, si voy me matan, decía en 1914 y ahora en América nos contaba que el Comandante de su batallón les ordenaba meterse en las trincheras, una vez le tocó estar cuatro días enterrado en la nieve, sin comer, al lado de un soldado muerto y con el enemigo a 300 metros. El esperaba que una pulmonía lo mandara al hospital así salía de ese infierno…, pero no fue así, entonces contaba que le dijo al comandante que le dolía una muela y quería ir al hospital, pero tampoco tuvo suerte; por eso se golpeó fuerte la cara con una piedra, se le hinchó muchísimo y así le permitieron ir.

Contaba también que mientras esperaba en el hospital se encontró con un conocido al que le comentó su idea para escapar de ese horror que estaba viviendo y aquel le dijo que preparase una mezcla espesa de tabaco con agua y que se lo tomara, así lo hizo y eso le provocó tanta fiebre que cuando el médico lo revisó le dio la baja por problemas cardíacos que en realidad no tenía ya que la fiebre tan alta le había provocado las fuertes taquicardias que engañaron al facultativo.

La tragedia de la guerra lo marcó para siempre, decía que no iba a soportar otra guerra. En efecto hubo otra guerra, la de 1939, pero ésa lo encontró con su familia reunida en una pequeña chacra del sur santafesino, donde nacieron sus nietas hace varias décadas, donde luego jugaron sus bisnietos y hoy corretean sus tartaranietos.


Argentina… tierra de hermanos…, pusiste en tu suelo un hogar para cada sueño…, el de Pedro se hizo realidad en la primera mitad del siglo XX: una tierra sin guerras


(Por Cristina Solian Posincovich)