Creer en Dios es fácil, porque hay un libro y un lugar adonde ir, creer en Dios no tiene nada de valiente. Vas los domingos a la iglesia, rezás por las noches, te confesás de las acciones que creés son pecado, según una doctrina arbitraria creada hace millones de años. Creer en Dios es lo más fácil del mundo.
Lo difícil es ir por la vida creyendo en ti mismo, y en los hombres. Ése es el desafío más grande que una persona se puede plantear a si misma. Creer en el amor, en las personas... creer en la vida. La dificutad radica en la imprecisión. Cuando el católico creyente está triste, o desmotivado, sale de su casa y va a rezar a la iglesia... o, simplemente le pide a Dios o a algún santo que lo favorezca. Y todos contentos. Cuando un no creyente está triste, en cambio, lo tiene más difícil.
Los seres humanos necesitamos fantasmas en que creer. Necesitamos figuras que estén por encima de nosotros y que les den razón a nuestro paso por el mundo. Llámese Kirchner, San Cayetano, Dios, póngasele el nombre que se le quiera poner: necesitamos salvadores.
Porque la ciencia, la medicina, la física, la matemática no pueden explicarlo todo, los seres humanos necesitamos creer en fantasmas.
Los fantasmas son entidades arbitrarias que les dan sentido a nuestra vida. Los fantasmas no existen, solo están en nuestra cabeza. La mente humana es el reducto más grandioso que pueda existir, y el hombre libre es lo más hermoso en que se pueda pensar.